Cuentos de hadas para cuarentonas tristes

1.         Cuando llegué a la biblioteca me percaté de haber entrado haciendo ruido; normalmente lo hago cuando camino pues mi taconeo es muy particular, un poco con fuerza y otro poco medio arrastrado. Pero eso no fue todo, traía conmigo las llaves que desde hace unos días cuelgo a mi cuello, por aquello de las desapariciones forzadas a las que todo el tiempo culpaba al duende que alojé en la sala.  Cuando ya me acercaba al maletero dejé caer a propósito el estuche con las gafas y el paraguas enorme que cargo por estos días de lluvia.  Bueno, lo del paraguas no estaba planeado, pero fue el cierre al estruendo de mi entrada. Recogí las gafas, recosté el paraguas contra la pared mientras fingí buscar el carné para préstamos express. En lugar del carné le entregué a Flavio una tarjeta que llevaba mi nombre y mi número de celular más una anotación que decía:

“No me importa quien sea ella, yo me quiero contigo”.

 Él la recibió, la leyó, guardó mi maleta y me regresó otra tarjeta que decía:

“a ella sí le importa quien sos vos, y no tiene problema, ella nos quiere a los dos”.

            2.         Todos los jueves de camino a casa paso por aquel café de la esquina. Ese que en la acera tiene dos parasoles de color verde incrustados en mesas que a su vez están rodeadas por cuatro sillas. Tomo siempre la misma silla, pido al mesero un tinto oscuro y enciendo mi cigarro. A esa misma hora una camioneta blanca parquea en esa esquina. Un tipo, aproximadamente 34, moreno, de contextura fuerte, guapo. Se baja, pide un postre para llevar. Lo paga. Sube a su vehículo e ingresa al conjunto ubicado al frente del café. Todos los jueves a la misma hora que yo tomo mi café, él viene a visitar a su novia. Hace tres semanas, además de encender la luz y jugar al teatro de sombras, dejaron en la ventana un letrero con el siguiente mensaje:                            

        “sabemos que nos ves, anúnciate 3-303, te estamos esperando”.  

Desde ese jueves dejé de fumar.

            3.         Para el día de ayer teníamos planeada una cena tranqui en un lugar que nos quedara central. De un abanico de posibilidades decidimos venir a mi casa. Entre pizza y hamburguesa, nos decidimos por la primera opción. Yo quería las dos opciones. Canciones al azar. Luego karaoke. Juana siempre llega tarde a todo lado y a las reuniones de amigas, no era la excepción. Ella con su pose de dama que no rompe un plato. Pero algo en su sonrisa y en el brillo de sus ojos la hacían ver diferente. Luego de que terminara su porción bien fría, no se la íbamos a calentar pues eso sí quien la manda, le preguntamos el motivo de su tardanza y no le quedó más remedio que admitir que su DiDi sí había llegado a tiempo, pero que traía un servicio para esa misma dirección. Era un alguien conocido que no descendió del vehículo, pero le invitó a seguir ya que había un cambio de ruta. No le vio problema, hasta que se detuvo y le pidieron que esperara un momento. O que si los quería acompañar. Dice Juana que los miró a los dos y decidió acompañarlos y sin dar más detalles, simplemente suspiró y seguido sugirió que había sido el mejor desvío de camino que se le ha presentado en la vida. Se levantó a bailar como si nada. Mientras, la vibración de su celular avisaba un mensaje que decía: “linda, confirmada reserva, esperamos por vos, no tardes”.  Y una dirección. No les niego que fui yo quien le eliminó el mensaje, no sin antes memorizar la dirección. Un fuerte dolor de panza me obligó a terminar la reunión. Nos despedimos. Llegué a la cita. Y acabo de llegar a mi casa.

Y confirmo, sí fue el mejor desvío de camino que se le presentó en su vida.

 

 Y en la mía.     MalejaCC