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RUDA, CANELA Y UNA CARTA DE LA  ABUELA

 “Somos seres nuevos todos los días. Nuestros pensamientos, nuestras intenciones y nuestras acciones, nuestra conciencia y nuestras percepciones evolucionan constantemente y, con cada variación, emerge un nuevo ser. No somos la misma persona que hace cinco años, ni siquiera hace cinco minutos”.

Brian Weiss

 

Finalizaba el 2018 y ya se preocupaba porque en unos pocos meses más llegaría al cuarto piso. En varias ocasiones pasaba largas horas meditando sobre todo lo que había hecho, pero con más persistencia aún, en lo que jamás hizo.

Eran momentos de sentimientos encontrados, se sentía satisfecha de su carrera y de tener una familia como las escrituras mandan. Pero en realidad su inconformismo pesaba más. Dentro de sí una duda le carcomía la mente y le punzaba el corazón. ¿Era la mujer que se reflejaba en el espejo la Karla que siempre había soñado ser? Y por qué razón la atacaba esa duda constante si ante los ojos de sus amigos y compañeros de trabajo lo tenía todo para ser feliz.

 

Karla, 39 años. Asistente académica de una prestigiosa institución de educación superior con Sede principal en el centro de la ciudad de Bogotá. Casada. Dos hijas. Rebelde por naturaleza, pero sumisa por compromiso. Amante del cine, su lugar favorito en las noches de pre estrenos de los filmes de Marvel o DC. Casi siempre asistía sola para después repetir en compañía y juzgar mentalmente las reacciones de los asistentes y sus acompañantes. Y al finalizar la película poder decirles que aún no dejen sus asientos porque los cortos, que siempre son dos, están de ataque.

 

Otra de sus actividades fuera del trabajo consistía en ir a beber una cerveza fría uno que otro viernes con sus compañeros y hablar de las cosas de las que todos hablan: fútbol, política, planear su próximo paseo, las malas decisiones tomadas por los directivos de la universidad. En esas idas al bar acudía por ese entonces un chico que jugaba fútbol, se podía intuir por su uniforme y sus piernas gruesas. Se sentaba en la mesa más cercana a la puerta y pedía un Gatorade. Sus manos blancas y bien cuidadas se tomaban todo el tiempo para desenroscar la tapa y quitar la escarcha en un movimiento preciso, rítmico, desde arriba hacia abajo. Miraba el reloj con insistencia, como si estuviera esperando a alguien. Bebía un sorbo grande. Jamás se le vio en compañía alguna. Pero jamás faltaba por los mismos días en que Karla y sus compañeros acudían a esa cita.

 

A excepción de esos viernes los demás días transcurrían para Karla en total normalidad. En su casa los quehaceres ya eran compartidos con Yesica, quien una vez a la semana le asistía en las labores de lavado, planchado y sacudir el polvo. Su esposo trabajaba casi doce horas al día, las niñas asistían al colegio y ella pasaba sus horas entre computadoras, planes de estudio y planillas de notas.

 

Pero las mañanas eran solo suyas, una vez que su esposo salía muy temprano a su trabajo Karla programaba su play list en Youtube. A mitad de la primer canción de uno de sus cantantes favoritos españoles, se miraba al espejo, desnuda totalmente. Acariciaba su cabello y cuidadosamente dejaba que su mano derecha resbalara por su cuello. Se dirigía a su tocador y tomaba el aceite de naranja. Lo vertía en la palma de sus manos, las cuales frotaba y lo ponía luego en sus piernas, gruesas e irremediablemente blancas. El olor a naranja daba un toque dulce, ácido a su vez y frío, muy frío.

 

Un frío que al llegar a su entrepierna le exigía un juego de caricias más profundas y rítmicas, un reconocimiento del placer que solo ella se ofrecía. Un ritual de aromas, jadeos, fluidos,  movimientos, canciones y sonrisas. Volvía a verse al espejo y notaba que su trasero en verdad le gustaba mucho y llevaba allí los últimos masajes de notas de naranja.

 

En las noches un par de minutos de dialogo con sus hijas sobre las clases, notas y tareas. Dar las buenas noches y luego esperar a su esposo para saber de su extenuante día de trabajo.

 

Pero un día algo rompió la rutina. Ese viernes fue diferente, en la universidad celebraban el cierre del año académico y habría una reunión en el auditorio. La cena exquisita, el vino tinto en su punto con ese toque dulce, seco y un aroma inigualable, las palabras de agradecimiento de la directora de programas, el brindis de fin de año, los abrazos y buenos deseos para el 2019 y un sencillo hasta pronto.

 

Karla deseaba beber una cerveza más antes de ir a casa, pero ya sus compañeros debían irse. Decidió entonces ir al bar de siempre, esta vez sola, se sentó en la barra y pidió la cerveza bien fría y esta vez sin vaso. Pasaron dos sorbos largos de cerveza, su mano helada y la brisa mucho más, pidió un cigarrillo y salió a fumar. El chico de la mesa de la entrada se ofreció a encenderle el cigarrillo y de paso preguntó su nombre.

--¿Fuego Karen?-- preguntó él.

--Lo necesito—respondió ella. –casi le atinas—pero es Karla.

--Lo sabía, soy Jose--  dijo él.

--También yo—replicó Karla

Hubo un silencio prolongado hasta que ya quedaba solo la colilla.

--¿Te sentarías en mi mesa? -- preguntó ella.

--Suficientes lunas llenas esperando por eso-- dijo él con una sonrisa nerviosa.

Esa noche la brisa, la luna llena, una que otra estrella intentando resaltar a pesar de los nubarrones que anunciaban un aguacero esperado, una conversación franca y un roce de manos que terminaron en sonrisas y unos números de teléfono escritos en la parte posterior de una de las planillas rasgada temblorosamente, cerraron ese encuentro inesperado.

 

 

Karla no había podido conciliar el sueño esa noche, un calor recorría su cuerpo y un vaivén de imágenes en movimiento retumbaban en su cabeza.

No, no era posible dormir.

Una sensación extraña la llevó a la otra habitación, allí donde nadie podía oírla y debía sofocar de una vez ese calor intenso. ¿Cómo dormir? Su piel se quemaba, su garganta dolía de la sed, entre sus piernas ardía un infierno pidiendo a gritos a un ángel que pudiese contener esos demonios…

 

Pero él no estaba y no habría otra manera de hacerlo, que hacerlo a su manera. La pijama estorbaba, y el sofá cama exclusivo para las visitas se  convirtió en el altar perfecto. Allí tumbada sobre aquel sofá. Su sexo expuesto y húmedo. Sus ojos cerrados. Las manos, cada dedo en posición adentrándose en su intimidad. Suave. Y poco a poco con una presión que le excitaba cada vez más. Nada podía salir mal. Sus demonios debían permanecer ahí, no era el momento de liberarles del todo.

 

¿Gritar? Imposible. En casa todos dormían. Debía girar boca abajo y volcarse sobre sus manos. La danza se daba mejor en esa posición. Sus senos en pleno contacto sobre el duvet, el cojín bajo su pelvis y sus dedos perdidos entre sus labios en búsqueda de la perla que pocos logran encontrar.   La almohada vieja servía muy bien para ese momento, la ha mordido con la fuerza misma con la que sus dulces labios le hubiesen contenido. Jose, el chico que hace unas horas le hizo reír entre anécdotas y sonrojar con miradas que decían más que las palabras.

 

La agitación era incontenible, había guardado una imagen en su cabeza desde que él se acercó a ofrecerle fuego para encender su cigarrillo. Eso sin duda la llevó a emprender el ritual. Ese que ya no le ocupaba únicamente sus mañanas, sino que ahora no la dejaba dormir…

Se entregó a sus manos, imágenes, palabras, sonidos atrapados en su cabeza, otros ahogados por la almohada y movimientos que apresuraban el ritmo en una danza única…

 

Una sonrisa bañada en sudor, un suspiro que con un poco de agitación en descenso dejó salir su nombre: Jose, y un fuego convertido en lava cuya erupción arrasaba por completo cada ecosistema de ese mapa, sus piernas. Todo un desastre natural que habría de esconderse para regresar a su sitio. Seguramente a soñar con él. Su Jose. El chico del bar que encendió algo más que su cigarro.

 

Esa mañana, también fue diferente. Un sinsabor le llevaba a la culpa. Fue difícil reconocer que había algo mal con ella. Una taza de café. Y varios minutos en la ventana de la habitación le hacían preguntarse ¿Quién soy?. Por qué razón un desconocido le ocupaba sus pensamientos y ahora sus cultos que hasta ahora le pertenecían solo a ella.

El timbre del teléfono interrumpió su reflexión. Era su madre, Isabel.

--Karla, no olvides la misa de la abuela. Ya es un año desde que se fue al cielo-- dijo Isabel con la voz entrecortada.

--Tranquila madre, si es en la noche no faltaré.-- respondió Karla.

--Eso espero-- dijo su madre a manera de regaño.

Y la verdad, un regaño merecido. Mientras su abuela vivía Karla siempre se excusaba con el trabajo, las niñas, la falta de dinero y cuantas situaciones más se le ocurrían cada vez que se armaba un plan familiar para ir a visitarle.

Era obvio que Isabel no le perdonaría una excusa ahora. Menos cuando Karla ya estaba oficialmente en vacaciones.

 

La misa se llevó a cabo en Bogotá, era imposible cuadrarla en el pueblo. Era tan reciente la partida de la abuela, que ir al pueblo sería un golpe duro de recuerdos para su madre y sus tías. El sacerdote en su sermón recordaba que la muerte era solo una etapa más y que seguramente la abuela ya hacía parte del coro de ángeles cercanos a Dios.  Y que a todos les llega la hora. Que después se reunirían con ella en el paraíso y muchas más frases de un discurso que lleva a los feligreses a arrepentirse y aceptar la ausencia del ser querido con resignación.

 

A la salida de la iglesia La Balbanera, había una mujer, de estatura baja, morena, vestida de enfermera y se mostraba bastante impaciente. Tan pronto como vio salir a Karla, la abordó de inmediato y se presentó como la enfermera quien cuidó a su abuela durante los últimos años en el ancianato del pueblo. Karla la recordó de inmediato. Aquella mujer le contó que su abuela la recordaba muy seguido. Y que en sus últimas horas de vida había alcanzado a escribirle una carta. Sí, a Karla, la nieta ingrata que sacaba mil excusas para no ir a visitarle. Karla recibió el sobre, como quien recibe una letra de cambio que adeuda desde hace mucho tiempo. La guardó en el bolso, se despidió de sus familiares y tomó el Uber de regreso a su casa.

 

Pasaron alrededor de tres semanas luego de la misa de la abuela, y karla aun no abría la carta. Sin embargo, cuando oscurecía sacaba el sobre de la mesa de noche. Lo palpaba, cerraba los ojos e imaginaba su contenido. Pero no se atrevía a abrirlo. No estaba para reproches, menos ahora que no podría defenderse, ni excusarse y mucho menos pedir perdón. Y tampoco quería responder las preguntas de su esposo al respecto.

El sobre volvía a su lugar.

 

Esa noche Karla soñó con su abuela. En el sueño su abuela Etelvina le entregaba un papel escrito a mano con una dirección y una medalla de San Benito. Muy similar a la que Karla guardaba entre su almohada. Su abuela siempre decía que las almohadas guardaban secretos y que siempre estarían mejor guardados si una vez al mes se espolvoreaba un poco de albahaca seca luego de sacudir. Y justo eso hizo Karla a la mañana siguiente, tan pronto salió su esposo hacia el trabajo.

 Sacudió su almohada, la abrió para revisar que la medalla de San Benito continuaba en su lugar. Y allí la encontró y junto con ella la notica que decía:

mi patojita la quiero mucho”. Espolvoreó la albahaca e hizo su cama como de costumbre.

 

Abrió el cajón de su mesa de noche y sacó el sobre, pensó que la abuela en verdad tendría un mensaje importante para ella. Tan pronto lo abrió encontró una carta escrita a mano y una llave. La carta decía así:

 

Patojita de mi corazón:

 

No temas ni tampoco te atormentes por lo que a sucedido, yo siempre he llevado esta vida linda y desde el día que me acompañaste a visitar a mi amiga Marina al hospital cuando apenas tenías 13 añitos, supe que traías en tu ser el don que a las demás mujeres de la familia nos fue negado.

No sé si lo recuerdes, me llevabas del brazo y me preguntabas desde hace cuánto tiempo Marina y yo éramos amigas y por qué e razón no le conocías de antes. Me acomodaste el chal pues hacia frio. Siempre hace frio en Tunja. Lloraste cuando en la entrada del hospital el bigilante  no te dejó ingresar porque eras menor. Le rogamos tanto y le ofrecimos el pan de maíz que habíamos preparado en la mañana. El pam de maíz siempre hacía milagros.

Subimos las escaleras hasta la habitación 504 y por un momento te detuviste en la puerta de la habitación, decías que había un olor azufrado y melancólico que te impidia dar el paso adentro.

Te tomé de la mano  y te dije que todo estaría vien. Marina se encontraba tendida en la cama, lijeramente inclinada. Con su camisón blanco que se confundía con el blanco de los tendidos y sus manos heladas. Yo le tomé sus manos sin decirle palabra alguna. Pero ella no dejaba de mírarte y con un movimiento de su cabeza te pedia que te acercaras.

Alcancé a notar la cara de susto cuando viste sus uñas, muy muy largas y encorvadas hacia adentro. Y su piel tan morada. Marina como pudo te dijo que te estaba esperando desde hace varias semanas. Y tu me bolteaste a ver muy confundida. Era la primera vez que le veias.

De una manera muy instintiva frotaste las palmas de tus manos y tomaste las suyas. Ella con cierta dificultad dirigió tu manito derecha a su cabeza y la izquierda hacia su corazón. Cerró los ojos. Suspiró y te dijo gracias. Allí acabó la visita pues ya pasaba la revisión de los galenos expertos.

Y también allí empezaba tu acercamiento a nuestra verdad. Y tu paulatino alejamiento de mi.

Regresamos a casa a listar los materiales para el tejido de los canastos que llevaríamos al mercado el sábado próximo. Alijerando el paso pues apenas flataban tres días. Mientras yo cortaba el chin tu pintabas el fique con el achiote que habíamos dejado en remojo antes de ir al hospital.

De pronto y sacándonos de nuestros menesteres llegó jacinta apurada. Seño Etelvina, seño etelvina su amiga se acaba de marchar. En buena hora pasó a despedirse. Tú no entendías que quería decir, pero yo le había entendido a la perfección. La pacha mama había reclamado su espíritu.

Me acompañaste en silencio a su funeral después del mercado. Y lloraste mucho diciendo que fue tu culpa. Pero lo que fue fue tu gracia.

 

Preguntarás a que voy con ese recuerdo que para ti fue un poco traumatico. Conocer a alguien y ahí mismo despedirle para siempre. Sé que fue ese momento que te atemorizaba de visitarme en este ancianato lleno de personas esperando el toque de tus manos. No querias saber que tus manos traían la muerte y por eso evitabas benir. Y yo tampoco supe como prepárarte para recibir ese don. Y es que la muerte entre quienes habitamo estas paredes blancas no es más que el verde que nos da esperanza de dejar de sentir dolor y curarnos para siempre. Aunque eso signifique no vernos nunca mas.

 

Si hoy lees mis misivas es porque yo también sané y porque ya debes estar preguntando si mi patojita que se ve al espejo siempre ha sido así, rebelde, libre, sensible y porque te cuesta vivir una vida como los demás. Y es que no eres como las demás, no te convertiste en algo que no eres. Siempre has sido desde muchos siglos atrás, desde que a la pacha mama le crecían sus primeras hojas y le se formaban sus primeras rocas y desde que esas mismas rocas fueron usadas para acallarte.

No temas, ni tampoco te atormentes tú eres parte del aquelarre del principio de los tiempos. Siempre has sabido que la canela no solo cura una vez al mes los dolores de haber nacido mujer. Sabes también que ayuda aquietar los corazones perturbados y que afloran ese placer de la carne que nos han mantenido oculto.

Patojita de mi corazón, briegue a ver si reconoce lo que guarda tan fielmente esa llave que le dejo ahí. Y ni por un momento piense que ya es tarde. Tu momento apenas empieza.

Te quiere tu abue Etelvina.

 

Esa carta lejos de ofrecer alguna explicación a Karla le había dejado más confundida que antes. Su abuela no solo no le reprochaba su indiferencia e ingratitud, sino que le ofrecía una razón.

 

 Apenas si recordaba esa amiga de su abuela. Pero sí reconoce que no gusta de hospitales, ancianatos ni cementerios desde pequeña.

 

¿Qué lugar, candado o puerta abrirá esa llave?. Pensaba en voz alta. Incluso se atrevió a imaginar que la abuela le había dejado una herencia a ella. Se sonrío irónicamente. Una herencia a ella, a  la nieta que se excusaba para no  ir a verle.

 

El sonido del teléfono le trajo de regreso de su mundo de imaginación en que se volvería rica con la herencia de la abuela. Era un número desconocido y no pensaba contestar.

 

Sin embargo, el número se le hacía familiar.

Pero justo esas mañana todos los números estaban conectados. La dirección que su abuela le daba en el sueño. El numero de la habitación del Hospital de Tunja al que no iba desde sus trece años. Ahora mismo tenía 39 y ese número desconocido, pero tan familiar.

 

Al final contestó como con desconfianza. Cuando es un número fuera de los contactos casi siempre son bancos a cobrar o de los operadores móviles a ofrecer promociones.

 

--Si, buenos días, tardes o lo que sea—Entre tantas cosas había perdido la noción del tiempo.

--Hola Karla—

--Con quién—

--Tenía que llegar otra luna llena para volver a hablar contigo

--Jose? Si ya han pasado varias semanas.

--Hoy estarías sola. Me lo dijiste. Tu esposo trabajaría hasta tarde y tus hijas estarían donde tu madre—

--Es verdad, una en vacaciones ya no sabe ni en qué día vive.

 

Concertaron una cita para ir a caminar por La Candelaria.

Karla vistió su vestido rojo y unos botines negros de tacón muy muy alto. Se veía preciosa. Jose ya no iba en uniforme deportivo y se le veía aún más guapo que esa noche de viernes.

Aprovechando su paso por el centro de la ciudad Karla le pidió que le acompañase a la farmacia Santa Rita, a comprar sus gotas para la migraña. Siempre las actividades de fin de año se vuelven estresantes.

Salieron de la farmacia, se sentaron frente a la Luis Ángel Arango. Jose siempre había gustado de esa biblioteca. Karla le contó sobre la carta de su abuela, que no había podido sacar de su cabeza agudizando su cefalea más de lo normal.

Se levantaron del banco. Karla tomó su mano y Jose le correspondió como si lo estuviera esperando.

 

De camino a la calle décima pasaron por el Fondo de Cultura Económica y un libro atrajo la atención de Karla. Estaba en promoción. El título “La llave de Hécate” y en su portada la foto de una llave muy parecida a la que su abuela le dejó en el sobre con la carta.

¡Coincidencia! pensó Karla.

Pero igual aprovecharía la promo y lo llevaría a su casa. En compañía de Jose leyeron la síntesis del libro, palabras más, palabras menos, algo así:

 

Hécate, hija de la luna, era la diosa que portaba la llave de Hades y la llave del cosmos. Capaz de abrir cualquier puerta, en cualquiera plano que necesitase, era la llave que conducía a la magia y a ella misma. Brindaba conocimiento especial sobre las plantas y los elementos fundamentales agua, fuego, aire y tierra. Esos que conforman la Pacha Mama de la que tanto hablaba su abuela de donde venían todos los seres y a donde regresaban después de haber vivido.

 

Parecía un libro interesante. Karla lo guardó en su bolso y no podía esperar a estar de regreso a casa para entrar en él.

 

Siguieron caminando, Karla y Jose tomados de la mano como si llevaran seis vidas caminando juntos. Se acercaba la noche y con ella su segunda luna llena juntos. Se despidieron con un beso. Ni Jose se ofreció a llevarle a su casa, ni Karla lo hubiese aceptado de ser así. Ella pertenecía a otras manos. Y sin duda alguna Jose también encendía otras brazas.

Cada uno volvía a su lugar habitual. A seguir leyendo la historia que les traía de protagonistas. Tan distantes uno del otro pero con la llave para encontrar la dimensión perfecta para una luna llena más.

 

Una vez en su habitación y estratégicamente sobre la cama cada cosa  se  iba acoplando como un puzzle para niños pequeños. Pocas partes y un gran paisaje de fondo. El espejo, la llave, la carta de la abuela, el libro y recuerdos que le iban llegando de tiempos remotos.

¿Quién soy yo? Era la pregunta que se hacía mientras observaba su rompecabezas que por fin iba teniendo forma. Ya estaba siendo ella, de una manera un poco extraña, pero finalmente ella. Descubría su magia, esa era la herencia de la abuela. --Yo tengo la llave—Dijo Karla con una voz muy fuerte y enérgica.

 

Ya se acercaba la hora de recoger a las niñas y de recibir a su esposo. En pocos días sería navidad. Y para ese día el itinerario había cambiado un poco. Ya no pondrían botas en el árbol. Coserían bolsitas en tela verde con hilos dorados. Pondrían dentro unas ramitas de canela, un cogollito de ruda y una hoja de Laurel. La ruda siempre fue su olor favorito de niña, la usaban para el chocolate, para los cólicos, para barrer la casa en cada fecha especial. Claro que siempre supo de sus usos y energías de la ruda y muchas otras plantas, solo necesitaba que se lo recordasen, También escribirían frases en forma de decretos en sobres rojos. Uno por cada miembro de la familia, deseando salud, dinero y amor.  Le agradecerían a la Pacha Mama su hospitalidad justo al campanazo de la media noche. Cenarían en familia, cual si fuese la última cena de los cuatro juntos.

 

Casi un déjà vu, porque meses más tarde Karla se marcharía de casa en busca de sus hermanas del aquelarre, no sin dejarles el siguiente hechizo:

 

·        Pon agua a hervir con una buena dosis de miel.

·        Incorpora una astilla de canela, dos tallos de ruda, uno macho y el otro hembra.

·        Cuela en tu taza favorita.

·        Párate frente al espejo y mientras bebes lentamente repites en tu mente lo siguiente:

“Planta sagrada, planta mágica, concédeme ahora la fidelidad de la persona amada que justo en este instante frente al espejo se ve reflejada”.

 

Ella tenía la llave, ella era la magia.

 

 

MalejaCuesta